sábado, 16 de enero de 2010

PRAGA, por Walter Vargas




Hace unos días, cuando volví a ver El camino del samurai, me sucedió exactamente lo mismo que las dos veces anteriores: confirmar que todo lo que me fascina del film es un aspecto lateral, un color perdido en el paisaje.
La historia se desarrolla en Nueva York. El personaje central es un negro que entabla amistad con un francés que despacha helados en una casa rodante y que, sin hablar inglés y mucho menos sentirse abatido por esa aparente desventaja, oficia de consejero barrial y se convierte en una suerte de gurú al paso. Su arte reside en el despliegue del puro fonema auxiliado por una gestualidad vigorosa y por vaya a saber qué más.
Ese qué más, en fin, es el territorio que comparte con el negro, que no habla ni media palabra de francés. Sin embargo, se entienden. O parecen entenderse. O se sospechan, o en todo caso caminan de la mano, como equilibristas, sobre esas pequeñas hebras de sobreentendidos que son condición de todo diálogo. Fragmentos escuálidos, desfallecientes, capaces de fundar universos.
Mientras veía la película evocaba breves episodios de mis estados viajeros. Cierta vez, en Praga, enterada de que yo quería conocer la casa donde había vivido Kafka, la madre del conserje del hotel, una mujer de setenta y tantos, se sentó a la mesa donde apuraba mi desayuno y mapa en mano se abocó a la tarea de orientarme. Entusiasta y cordial, señalaba atajos, calles, nombres, escritos con letras de un alfabeto arduo. Desde luego, me hablaba en checo. Y yo, redondamente inepto para aprovechar la evidente utilidad de un mapa, asentía en español y me dejaba llevar por aquella invitación de fonética lejana, mecedora, sensual. Juro que intentaba acompañar con la mirada el trazo de sus dedos, que iban de aquí para allá sobre el papel, pero sin tiempo para preguntarme por qué lo hacía, levantaba la cabeza, seguía el movimiento de sus labios, cual si fuera un sordomudo y buscara allí alguna clave, una madera que me salvara del naufragio del sinsentido, y la escuchaba, la escuchaba con todo el cuerpo, a quemarropa, sin aliento, gozoso como un niño rendido ante el inefable truco del mago.
Después acepté la ofrenda del mapa y lo metí en mi bolsillo. Le agradecí como pude, y sé que no pude, porque no había cortesía ni ley de urbanidad que me pusiera a la altura de semejante hechizo, y con paso decidido marché hacia la casa de Kafka. Aquella anciana checa había querido que yo llegara y yo había querido que sus palabras me hicieran llegar, de modo que, aunque simulé ser lo que en realidad era, un viajero despistado, cada vez que me detuve en alguna esquina y pedí referencias, oí las respuestas con aire de perdonavidas. Me demoré sólo para alargar el suspenso y saborear los frutos del misterio.


Walter Vargas*
* Escritor, periodista y docente

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